Según la filósofa Simone Weil, todo ser humano tiene la necesidad de contar con raíces, y señala que casi la totalidad de la vida moral, intelectual y espiritual de una persona se arraiga en un entorno natural y social del cual forma parte.
En efecto, sentirnos parte de un todo más grande, nos libera de la soledad y nos hace sentir más seguros frente a los desafíos de a vida.
Este sentimiento de pertenencia, mucho más allá del mero hecho de integrar un grupo, implica toda una identificación personal, la generación de vínculos afectivos, la adopción de normas y hábitos compartidos, y un sentimiento de solidaridad para con el resto de los miembros. De hecho, cuanto mayor es la identificación que logramos, mayor es también la tendencia a adoptar los patrones característicos del grupo.
Esta increíble fuerza cohesiva es temprana en nuestro desarrollo y suele alcanzarse desde los primeros círculos de pertenencia, como la familia, los compañeros de curso, el grupo de amigos de adolescencia, nuestro pueblo de origen, o la religión con la que nos identificamos.
En todas esas inclusiones, independientemente de su naturaleza, lo que buscamos es responder a una de las necesidades más esenciales del ser humano: reconocimiento e identidad.
Por eso, cuando por algún motivo ello no ocurre o el sentimiento de identidad es débil, las personas tienden a buscar falsos grupos de pertenencia, que aparecen en su vida en forma pasajera y que no logran más que una “ilusión de reconocimiento”.
Erróneamente piensan que vistiendo o hablando de una determinada forma, escuchando un tipo particular de música, o moviéndose en ciertos ambientes, van a lograr por fin un sentido de pertenencia. Sin embargo, sólo logran una especie de máscara, una identidad quebradiza e inestable, que jamás alcanza la solidez de aquella que se logra en relación con una familia o con un grupo donde los vínculos son más profundos y la historia común es más extensa.
Este tipo de identificación, por otra parte, ahoga la verdadera personalidad, automatiza las respuestas y limita considerablemente las experiencias.
En vez de ello, cuando falta sentido de identidad, más conviene revisar en profundidad las razones de este vacío e ir en busca de las raíces perdidas a través de un trabajo terapéutico serio, pues las falsas máscaras casi siempre terminan haciendo daño.