Aunque todo el mundo aspira a la felicidad, a la hora de definirla resulta muy difícil decir en qué consiste. Esto, porque la felicidad no es un concepto estático, sino un estado interior en constante movimiento.
Desde el punto de vista biológico, la felicidad es un estado emocional activado por el sistema límbico, ubicado en la parte evolutivamente más antigua del cerebro.
Nada tiene que ver en ello la corteza cerebral, que comanda los procesos racionales. Por eso, cuando estamos felices, sentimos que todo fluye inexplicablemente. De ahí la dificultad para dar una explicación lógica a tales sensaciones. La felicidad es algo que debe experimentarse más que nombrarse, y que cambia cualitativamente de un momento a otro.
Es curioso, pero al preguntar a las personas acerca de sus momentos más felices, la respuesta rara vez tiene que ver con grandes logros económicos o profesionales. La mayoría de las veces se trata de cosas mucho más sutiles e intangibles: una caminata pisando las hojas secas bajo el sol otoñal, una tarde libre compartida con alguien querido, una cena romántica, un tecito tomado tranquilamente en un balcón, un plato de comida caliente junto a la chimenea una noche de invierno...
Es que la felicidad no es un gran estado final, sino que se compone de los buenos momentos que vivimos día a día. Dicen que a veces los árboles no dejan ver el bosque. Asimismo, hay quienes, en vez de disfrutar esos maravillosos momentos, centran la mirada en aquello que han perdido. “Eramos tan felices cuando....”. Otros, esperan que la ansiada felicidad llegue “en algún momento”, cuando encuentren una pareja, cuando mejore la situación económica, cuando se cambien de trabajo, cuando lleguen las vacaciones... Siempre después, siempre en otro momento... Tal como dice la escritora Pearl Buck: “Muchas personas pierden las pequeñas alegrías esperando la gran felicidad”
Aparentemente el secreto está en centrarse en el aquí y el ahora. No es infrecuente escuchar testimonios de personas que, habiendo estado al borde de la muerte, vuelven a la vida de una manera muy distinta, disfrutando cada cosa que la vida les ofrece como si fuera un verdadero milagro. Esto, porque, al tomar conciencia de la fragilidad de la vida, se produce una revalorización del presente.
Sin embargo, no debería ser necesario pasar por una experiencia como aquella para empezar a valorar la vida. Se trata de comprender que vale mucho más un momento feliz que cualquier gran proyecto futuro. No es sano vivir esperando cosas. Finalmente, la felicidad no está en la meta sino en el viaje.