En un mundo dominado por el apuro, la sobre-oferta y la insatisfacción, no es extraño que nuestra mente se vea desbordada. Mala señal, pues el cerebro es nada menos que nuestro centro de operaciones, del cual depende todo el resto del organismo.
Por esta razón son tantos los que no consiguen librarse de pensamientos invasores angustiosos que no los dejan vivir plenamente.
Lamentablemente, por muchos años, la respuesta de la medicina frente a esa angustia ha sido adormecer esos pensamientos con fármacos, logrando, la mayoría de las veces, un resultado parcial que tiende a resurgir cada cierto tiempo y que mantiene a la persona enganchada a los medicamentos por el resto de la vida. No hay final feliz. El problema es que la solución va por otro lado. En vez de adormecer la mente para que no moleste, la clave está en preguntarse qué es lo que molesta y por qué lo hace, para poder tomar el toro por las astas.
Pascal, el filósofo francés, dijo hace ya varios siglos, que la infelicidad del ser humano deriva de la incapacidad de estar sentado, tranquilamente, a solas y en silencio, en una habitación. Justamente, lo que muchos buscan a través de esta sobre-estimulación, es mantener ocupada la mente todo el tiempo para no tener que encontrarse consigo mismo, pues les inquieta enfrentarse a su propia imagen, con miedos y fracasos.
Dice el escritor Francesco Miralles que frente a la invasión de pensamientos angustiantes, lo primero que se debe hacer es utilizar un buen “champú mental”. Es decir, deshacerse de aquellos pensamientos parásitos que ocupan espacio inútilmente y hacen daño, como por ejemplo, el rencor contra alguna persona, la auto-comparación respecto de otras realidades, la mortificación por errores ya cometidos y que no tienen remedio, la anticipación de aquello que “podría” suceder algún día, o la preocupación por lo que otros piensan de uno.
Esta limpieza debe componerse fundamentalmente de silencio; de espacios personales para aquietar la mente y descansar. La idea central es comprender que no hace falta estar siempre acompañado ni haciendo cosas “útiles”. Todo se aclara al entender que los pensamientos no son enemigos que vienen a atacarnos desde afuera, sino que son parte de nosotros, por lo tanto, fáciles de ser erradicados en el momento que queramos. Sólo es una cuestión de disciplina. Y, por supuesto, de silencio.