LA PAJA EN EL OJO AJENO

En tiempos de Semana Santa y ante una historia tan bonita como la de Jesús, vale la pena detenerse a pensar un poco acerca del alcance que puede tener el juzgar a alguien sin tener todos los elementos para hacerlo.

La historia avanza, ya no crucificamos ni lapidamos físicamente… pero en lo cotidiano, en el día a día, juzgamos todo el tiempo, muchas veces con una facilidad que espanta.
En general, se nos hace difícil vivir sin emitir juicios de valor sobre los otros. La tendencia a buscar la paja en el ojo ajeno es inherente al ser humano y nos hace ir por la vida calificando a quien conocemos como bueno o malo, simpático o pesado, honesto o deshonesto, veraz o mentiroso. Siempre en términos absolutos, siempre en términos generales.
El problema es que cuando emitimos un juicio acerca de alguien estamos decidiendo también la forma en que hemos de relacionarnos con esa persona. De alguna manera la etiquetamos y al hacerlo, ya no vemos más al ser humano completo sino sólo la etiqueta que le hemos puesto.
Injusto, por decir lo menos. Y para comprender lo que se siente, basta con que pensemos por qué, cuando es a la inversa, nos da tanto miedo a ser juzgados. Cuando alguien emite un juicio sobre nosotros, nuestra sensación es la de ser injustamente tratados. Cuando alguien nos etiqueta, lo que hace es basarse en un evento, una característica, un error quizás, para ponernos un nombre que no dice necesariamente lo somos en realidad. Y por eso es tan angustiante. Tan bien lo describe Franz Kafka en su novela “El Proceso”, donde el protagonista es detenido una mañana sin que sus captores le comuniquen cuál ha sido su delito. Sabe que lo juzgarán y lo condenarán, pero nunca le revelan de qué se le supone culpable.
Demás está decir que humanamente no contamos con la ecuanimidad necesaria para valorar en forma justa a otra persona y eso debería hacernos ir con más cautela. En vez de sentenciar “Qué irresponsable este hombre que atropelló a ese niño”, preguntarse “¿Qué le habrá pasado en ese momento?” o reflexionar “Podría haberme pasado a mí también”.
Al dejar de juzgar, nos abrimos al potencial que tiene cada persona y cada momento, lo que a su vez nos lleva a una mayor comprensión de la realidad.
Al no hacer la rígida distinción entre “buenos” y “malos”, nos sentimos más integrados al mundo, ya no desde la posición de juez sino de igual, pues comprendemos por fin que todos tenemos las mismas debilidades, temores, penas y anhelos. Y si en algo nos equivocamos o actuamos diferente, es sólo una circunstancia.