No es casual que la mayoría de las culturas haya reconocido que una actitud mental positiva tiene un efecto restaurador sobre la salud, y al contrario, una actitud negativa, puede llevar a la enfermedad y a la muerte.
De hecho, cada vez resulta más evidente la existencia de una comunicación fluida entre la mente y el cuerpo en el proceso de curación de las más diversas enfermedades. Esto, debido a la modulación que el cerebro ejerce sobre los sistemas inmunológico, endocrino y autonómico.
Existen reportes de paciente que han experimentado mejorías significativas luego de haber sido tratados con medicamentos que, en realidad, no tenían ningún poder curativo. Se han publicado diversos trabajos que muestran cómo, en épocas de guerra, cuando escaseaban los remedios, se trataba a los enfermos con pastillas de almidón e inyecciones de agua destilada. El resultado era sorprendente. Los pacientes, al no saber que estaban siendo víctimas de una especie de engaño forzado, mejoraban sustancialmente. La explicación: el “efecto placebo”. El sistema inmunológico de estas personas se activaba por la mera creencia en la efectividad del medicamento que tomaban.
Hoy es un hecho que cuando alguien piensa y cree firmemente que va a mejorarse, su organismo contacta y activa mecanismos fisiológicos que contribuyen a la curación. Las actitudes y emociones de la persona tienen el poder de alterar la bioquímica del cuerpo. Es por eso que los más recientes trabajos sobre el tratamiento del cáncer, consideran como factor fundamental, el fortalecimiento del sistema inmunológico a través de la mente.
Es así como Norman Cousins, en su libro “Anatomía de una enfermedad”, narra sus experiencias personales al diagnosticársele tuberculosis cuando tenía diez años y ser internado en un sanatorio durante seis meses.
Revela que, en forma espontánea, los pacientes se agruparon en “los que pensaban que mejorarían” y “los que creían que su enfermedad era fatal”. Por supuesto, los miembros del grupo “positivo” fueron dados de alta mucho más rápidamente que los otros y su recuperación fue más completa.
Considerando esta y otras experiencias, se ha comprobado que lo que determina la recuperación de un enfermo radica en la ausencia de pánico frente a la severidad del diagnóstico, en una firme creencia en la habilidad de su cuerpo para restaurarse por sí mismo, en un humor positivo, y en su capacidad para tener metas llenas de significado, de tal manera que la lucha por mejorar tenga sentido.