Si hay en la vida un buen momento para separar la paja del trigo y evaluar la profundidad de afectos y amistades, es cuando pasamos por una dificultad. Es que cuando los tiempos son buenos los amigos abundan, y por una suerte de debilidad humana, tendemos a dejarnos encandilar por cualidades y encantos, llegando a creer que todo lo que brilla es oro.
Pero cuando atravesamos por un mal momento, las cosas cambian y no es de extrañar que nos encontremos con grandes sorpresas. Algunos de los que pensamos que iban a estar incondicionalmente a nuestro lado, desaparecen por arte de magia; y a cambio de ello, aparecen personas con las que jamás habríamos esperado contar. Así las cosas, se re-baraja el naipe, de tal manera que después de cada crisis, entre sorpresas y decepciones, tenemos un nuevo panorama en materia de afectos. Un mecanismo sabio de la vida, tal vez para permitirnos crecer, e ir poco a poco aprendiendo a valorar aquello que realmente vale la pena en los demás.
Así lo muestra una vieja historia que habla de un bello diamante que, caído de las manos de una princesa, yacía sobre un prado. Justo sobre él, tímidamente colgada en una brizna de pasto, brillaba una gota de rocío. El sol los hacía brillar y la modesta gota de rocío admiraba la piedra de tan noble origen.
Un escarabajo que paseaba por el lugar reconoció en el diamante un personaje de alta alcurnia.
“Señor”, se dirigió a él, “ os presento mis respetos”.
“Gracias”, respondió el diamante, con altivez.
Al alzar la cabeza, el escarabajo reparó en la gota de rocío. “Uno de vuestros parientes, supongo”. Y se inclinó por segunda vez.
El diamante lanzó una carcajada de desprecio. “¡Qué absurdo!”, se burló. “¡Situarme a mí en el mismo rango que un ser tan vulgar! Su belleza no es más que una imitación: brilla pero no dura”.
La pobre gota se sintió humillada. Pero justo en ese momento, bajó una alondra a toda velocidad y vino a golpearse contra el diamante.
“¡Ah!”, exclamó desilusionada, “pensé que era una gota de agua y no era más que un miserable diamante. Mi garganta está seca y voy a morir de sed”.
Una más o una menos, da lo mismo, se burló nuevamente el diamante.
Pero la gota de rocío había tomado una noble decisión.
“Tal vez yo pueda serle útil”, le dijo.
La alondra alzó la vista. “Oh, mi preciosa amiga, ¡tú me salvarás la vida! Ven conmigo”.
Y la gota de rocío se deslizó desde el pasto a la alterada garganta del ave.
“He aquí una lección que nunca olvidaré”, pensó el escarabajo. “El desprendimiento vale más que el rango y la riqueza. No puede haber real belleza sin modestia y entrega”.