Pocos recuerdos pueden ser más cálidos que el del abuelo o abuela leyéndonos un cuento mientras estábamos en cama. Es que tanta magia había en ello que, a medida que avanzaban las páginas, las historias se hacían tan nítidas que los personajes parecían estar ahí, desfilando frente a nuestros ojos, corriendo, enfrentándose en una lucha con animales mitológicos o convirtiéndose de sapos a príncipes por encantamiento.'
En los últimos años, probablemente producto de la tecnología que aportó una multiplicidad de canales de televisión y juegos de computador, la hermosa cultura del cuento se ha ido perdiendo en muchos hogares. Y con ella, la imaginación y el vínculo tan afectivo como profundo que se desarrollaba con los abuelos.
Es cierto que en la sociedad actual el rol de los abuelos ha cambiado, pues con frecuencia han pasado a reemplazar, en el cuidado de los hijos, a los padres que trabajan.
Sin embargo, por más que las cosas cambien, un abuelo nunca debe dejar de ser lo que es: una figura de afecto, cuyo rol no es hacerse cargo de normas sino de la magia.
Es nuestro deber generar ese espacio. Los abuelos, ya jubilados, con una experiencia de vida que se traduce en sabiduría, son los indicados para los cuentos. Es necesario recuperar a los abuelas y abuelas que juegan con sus nietos, que preparan galletas y cuentan cuentos.
A ver si logramos repetir la imagen onírica del recuerdo, donde uno o más niños escuchan atentos, como encantados, el clásico “Había una vez...”, o bien, la introducción tradicional que sólo anunciaba una buena historia:
“Para saber y contar y contar para saber
estera para secar peras;
esteras y esterillas para secar perillas;
esteras y esterones para secar perones.
Ándate por aquella orilla, sombrero de sopaipilla,
ándate por aquel rincón, sombrero de sopaipillón,
ataja, ataja, sombrero de paja,
arrea, arrea, sombrero de grea.
Para un buen combate, la bombilla con un mate.
No le echo más matutines, para dejar algo para los fines,
pero no los dejaré de echar
porque todo ha de llevar comino y sal;
pan y queso, para el diablo leso;
pan y luche, para el diablo chuche,
pan y jabón, para el diablo rabón;
pan y harina, para las monjas capuchinas;
pan y pan, para las monjas de San Juan;
pan y vela para tu abuela.
No le echo más chacharachas
porque la vieja está borracha.
No le echo más chacharuñas,
porque las niñas rasguñan.
Orejas, pues, y atención
para que salga mejor...”